El jardin de las luciernagas

La noche aún era joven. El resplandor de la Luna llena brillaba con todo su esplendor de plata sobre el bosque, y el lobo café estaba complacido de poder estar aún en su presencia. Acababa de aullar, dejando salir un poco de lo que afligía a su corazón, liberando las tristezas que en él se llegaban a refugiar. Y ahora, con el viento soplando aún sobre su pelaje y el Astro Reina cubriéndolo con su luz de plata, se levantó de su lugar junto al lago para caminar hacia su otro lugar preferido: su claro secreto.
Caminó con paso ligero, sin prisas. Sabía que el tiempo, una cálida noche, era idóneo  para que sus luminosas amigas estuvieran presentes, y la Luna otorgaba la iluminación perfecta para tan bello espectáculo natural. Recorrió un camino que solo él conocía, pasando entre arbustos cuyas ramas y hojas acariciaron su pelaje, impregnándolo con un olor dulce que a él fascinaba.
Finalmente salió de entre unos arbustos y llegó a su claro. Un sitio que solo sus ojos habían visto y que era ideal para descansar en la noche, perfumado por las plantas y cobijado por la Luna. Un lugar protegido por vegetación cerrada, que no permitía que miradas indiscretas lo observaran relajarse. Y que esa noche, sería visitado por unos pequeños seres que frente a él realizarían un acto tan secreto como el lugar en donde se encontraba: una danza de apareamiento.
Baileyi subió a una roca plana y ovalada, lo suficientemente larga para permitirle acostarse sobre su vientre y observar el ritual. Su cola permanecía pegada a su muslo, y sus orejas pegadas a su cabeza hacia atrás eran símbolo del interés que presentaba en el espectáculo que sucedería frente a él y de cómo éste le relajaba.
Una a una, las pequeñas luciérnagas fueron llegando al claro, poniéndose entre la roca y la vegetación, en un espacio que solo presentaba pasto y que pareciera que había sido diseñado específicamente para dicha actividad. Lentamente fueron iluminando sus vientres, hasta que todos los pequeños seres mostraron su luz. Baileyi no contó cuantas eran. Él solo vio maravillado la danza que comenzó a acontecer.
Un giro por aquí, una vuelta por allá. Las pequeñas luces flotantes se movían describiendo círculos en perfecta sincronía, moviéndose arriba y abajo en movimientos ondulatorios, y de un lado a otro haciendo zigzag. Podría llegar a parecer que sus movimientos eran aleatorios, elegidos en el momento, pero en realidad era algo que llevaban haciendo hacía mucho tiempo, y la práctica y enseñanzas de una generación a otra habían perfeccionado el baile sincronizado que el lobo disfrutaba observar. Una especie de vals con tango era lo que danzaban.
No es preciso saber el tiempo que las luciérnagas danzaron, pero cuando su baile hubo concluido, cada una estando al lado de su pareja, sus vientres se fueron apagando uno a uno, hasta que todas volvieron a ser puntos obscuros volando a la luz de la Luna.
Baileyi sonrió complacido y recostó finalmente su cabeza sobre sus patas delanteras, disponiéndose a dormir, con la imagen de la danza de las luciérnagas fija en sus ojos, soñando con danzarines puntos luminosos que alumbraban su camino, en busca de su pareja ideal.  
Al día siguiente dejaría ese claro, para volver cuando sus luminosas amigas volvieran a estar presentes.